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Pasado, presente y porvenir

Opinión

Locales18/04/2020 Tribuna
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“Un episodio de la fiebre amarilla”, de Juan Manuel Blanes

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*Carlos Ríos

“Historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”. (Miguel de Cervantes, Quijote, I, IX)

En febrero de 1871 la ciudad de Buenos Aires sufrió el mayor desastre de su historia: la epidemia de fiebre amarilla. Empezó a fines de enero en el barrio de San Telmo, se extendió por toda la urbe y se prolongó durante la primera mitad del año. Murieron 14.000 personas, más del 7% de la población, teniendo en cuenta que la ciudad contaba entonces con 190.000 habitantes.

En el pico de la peste llegaron a morir 500 personas por día, una cifra espeluznante, aun si se la compara con las muertes que diariamente se registran en países como Italia y España por el coronavirus. Los primeros casos, como parece ser una estrategia habitual en estas emergencias, fueron ocultados por las autoridades para no alarmar a los vecinos y para no empañar la fiesta de carnaval que los porteños disfrutaron con divertidos bailes, coloridos corsos y vistosas comparsas.

Un observador de la época anotó en su diario: “Las fiestas arrecian y la fiebre se olvida. Los excesos rendirán sus frutos”. Tan acertado estuvo este cronista en el pronóstico, que a partir de allí la enfermedad aumentó su velocidad de propagación con tanta fuerza que el número de fallecidos dio un salto fabuloso y reinó el terror en la comunidad. Lo enfermos -según recordaba Paul Groussac-  sucumbían por centenares sin médico en su dolencia, sin sacerdote en su agonía, sin plegaria en su féretro.  

El impactante cuadro del pintor uruguayo Juan Manuel Blanes que ilustra este artículo -cuya historia es, en sí misma, una novela aparte- refleja a una joven madre tirada en el piso de la pieza de un conventillo, muerta, con el hijo hambriento buscando su alimento en un pecho inane. Dos hombres que se notan recién llegados miran la escena con evidente pesar: son miembros de la Comisión Popular, creada por periodistas y masones para administrar la crisis ante el Estado inerte.

Buenos Aires no era aún la capital de la República Argentina, pero albergaba provisoriamente al gobierno federal presidido por Domingo Faustino Sarmiento. A mediados de marzo, cuando la enfermedad se hizo incontrolable, las autoridades nacionales se alejaron de la ciudad en un gesto que fue agriamente criticado por la prensa opositora. Se decretó feriado gran parte del mes de abril y cerraron los ministerios y las oficinas públicas.

La gente moría como moscas, no había ataúdes disponibles, ni cementerios que pudieran recibir esa cantidad de cadáveres. Las fosas comunes se cavaban frenéticamente y en el apuro fueron arrojados hombres y mujeres con vida. Por primera vez desde su fundación en 1580, se dispuso oficialmente la evacuación de Buenos Aires y la propia Comisión Popular, de heroica actuación durante la plaga, viendo que sus esfuerzos eran infructuosos, aconsejó alejarse lo más pronto posible. Cerraron escuelas, templos y teatros; los comerciantes quedaron en la ruina.

La cesación de pagos colectiva produjo una andanada de quiebras y el colapso del sistema financiero fue inexorable. Los que pudieron huyeron dejando sus pertenencias. Las casas, donde pocos días antes sonaban voces, llantos y risas, se vaciaron y quedaron en silencio. La ciudad entera había muerto. Todo parecía perdido, la enfermedad atacaba sin piedad burlándose de la medicina y esparciendo la muerte sin distinción de razas y credos, igualando a todos con imparcialidad al dictar su sentencia inapelable. Pero de pronto, a mediados de junio, con el frío, se retiró junto con la desaparición del mosquito que la transmitía. Buenos Aires se recuperó y en pocas décadas pasó a ser una de las capitales más prósperas y bellas del mundo.

En nuestra situación actual no se puede leer este capítulo pavoroso de la historia argentina sin tener un sentimiento de empatía y proximidad con los seres humanos que lo padecieron: estamos inmersos en el mismo drama. Y lo sucedido antes ejemplifica un presente crítico y nos advierte sobre la eventualidad de que las cosas vayan peor.

"Estamos cegados por la incertidumbre y no sabemos cómo ni cuándo cesará la pesadilla. Un estudio de científicos de la Universidad de Harvard, ha descubierto que es probable que las medidas de distanciamiento social por única vez sean insuficientes, por lo que es posible que los aislamientos se conviertan en algo natural en el futuro inmediato, modificando radicalmente nuestra existencia".


Vemos cómo diariamente se enferman y mueren cada vez más personas que no son simplemente un número: todos son padres, madres, hijos, abuelos y nietos de alguien que ni siquiera ha tenido el consuelo de cuidarlos en su última hora, ni llorarlos, ni despedirlos. Podemos ser cualquiera de ellos; somos ellos. Sabemos que muy probablemente, en las próximas semanas, la pandemia alcance proporciones desconocidas y sólo esperamos no contagiarnos ni contagiar a otros.

Tememos por quienes amamos y le tememos al resto con un miedo primitivo, casi tribal. Nuestra vida cotidiana, nuestras decisiones más elementales como salir a la calle, dar un paseo por la plaza o sentarnos a tomar un café, han dejado de pertenecernos para transformarse en un asunto de interés público. Tenemos la sensación de que nuestra vida ha dejado de pertenecernos. Si caemos enfermos seremos apartados, sin despedidas, ni besos ni abrazos. Percibimos que la economía se hundirá con la cuarentena, que el gobierno no tiene un plan integral que la rescate y nadie, en sus cuentas personales, está exento de la bancarrota.

Estamos cegados por la incertidumbre y no sabemos cómo ni cuándo cesará la pesadilla. Un estudio de científicos de la Universidad de Harvard, ha descubierto que es probable que las medidas de distanciamiento social por única vez sean insuficientes, por lo que es posible que los aislamientos se conviertan en algo natural en el futuro inmediato, modificando radicalmente nuestra existencia. Sin embargo, así como un día la fiebre amarilla remitió y la normalidad fue volviendo poco a poco, esperamos recuperar nuestras vidas al final de la tragedia colectiva que, en algún momento, efectivamente sucederá, abriendo un nuevo capítulo en la historia universal. 

Las personas -señalaba el siquiatra austríaco Víctor Frankl desde su experiencia en los campos de concentración donde estuvo recluido durante la Segunda Guerra- conservan, en todo caso y por difíciles que las condiciones sean, la libertad y la posibilidad de optar por o contra la influencia del medio en que viven y que no pueden llevar lo que merece llamarse una existencia, sin un punto fijo en el horizonte del porvenir. Encontrar ese punto de sostén espiritual que proporcione la fuerza necesaria para no caer en la apatía, es nuestra responsabilidad: la de mujeres y hombres obligados a transitar estas horas singulares.  

*Abogado

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