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Franco Garbarino*
Vivimos en una era donde la inmediatez es la norma. Con un simple toque en la pantalla, podemos comprar productos que llegan a nuestra puerta en cuestión de horas, comunicarnos al instante con personas al otro lado del mundo o acceder a una infinidad de información en segundos.
Esta cultura de la gratificación instantánea ha moldeado nuestras expectativas, llevándonos a desear respuestas y soluciones rápidas en todos los aspectos de nuestra vida. Sin embargo, surge una interrogante: ¿cómo se adapta la justicia, un sistema tradicionalmente pausado y meticuloso, a esta realidad dominada por la inmediatez?
Los procesos judiciales, por su naturaleza, requieren tiempo. La búsqueda de la verdad y la impartición de justicia no son tareas sencillas. En casos penales, es esencial investigar minuciosamente para evitar condenar a un inocente o dejar libre a un culpable. En muchos países, incluido el nuestro, el sistema judicial enfrenta desafíos que contribuyen a su lentitud: sobrecarga de casos, recursos limitados y procedimientos burocráticos complejos.
Existe un antiguo adagio que reza: "Justicia tardía es justicia denegada". Cuando las resoluciones judiciales se demoran años, las víctimas y sus familias sufren una prolongación innecesaria de su dolor y angustia. Un ejemplo tangible en nuestra ciudad es el atentado sufrido con la explosión de Fabricaciones Militares. Durante este tiempo, no solo enfrentan el trauma del delito en sí, sino también la incertidumbre y frustración de un proceso que parece interminable.
Cuando las personas comparan la eficiencia de la tecnología con la lentitud de los procesos judiciales, surge una percepción negativa hacia el sistema legal, que se percibe como obsoleto y desconectado de la realidad
actual.
Estas demoras no solo afectan a las partes involucradas, sino que también erosionan la confianza pública en el sistema judicial. Cuando la población percibe que la justicia no llega o llega tarde, aumenta el escepticismo y la desconfianza hacia las instituciones encargadas de proteger sus derechos, llevando a la creencia popular de que la justicia por mano propia es más efectiva que la institucional.
Este contraste entre la velocidad de la vida moderna y la lentitud judicial es cada vez más evidente. Estamos acostumbrados a obtener respuestas inmediatas: si tenemos una duda, consultamos en línea; si queremos ver una película, la reproducimos al instante; si necesitamos comprar algo, lo adquirimos con un clic. Esta dinámica ha generado una expectativa de rapidez en todos los servicios, incluida la justicia.
Cuando las personas comparan la eficiencia de la tecnología con la lentitud de los procesos judiciales, surge una percepción negativa hacia el sistema legal, que se percibe como obsoleto y desconectado de la realidad actual.
Encontrar el equilibrio entre la velocidad y la calidad de la justicia es un desafío de nuestra época. Si bien es imperativo agilizar los procesos judiciales para alinearlos con las expectativas de la sociedad actual, no debemos olvidar que la esencia de la justicia reside en su rigurosidad y equidad.
Es momento de recuperar la confianza en la justicia. Una justicia que, sin perder su esencia, sea capaz de adaptarse a los tiempos actuales, ofreciendo respuestas más rápidas pero igualmente justas, y que por fin sea para los ansiosos.
*Abogado
MP 10-516
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