El año de la peste

Locales 16 de mayo de 2020 Por Tribuna
“Y además todas las reuniones públicas por otros entierros quedan prohibidas durante la vigencia de este contagio”. (Órdenes del Lord Mayor y los Concejales de la City de Londres concernientes al contacto de la peste, 1665)
LOCALES Grabado
Grabado de Edmund Evans. Una calle londinense, con gente llorosa y un carro recogiendo cadáveres. La Gran Peste de 1665

CarlosRios_Portada (2)
Carlos Ríos*


En 1665 Londres cayó tomada por la peste. Con sus escasos 6 años, Daniel Defoe, a quien la literatura honra por su obra más conocida, Robinson Crusoe, fue testigo del drama. Lo relató, con descarnado realismo, en su Diario del año de la peste, un libro escrito en su madurez en formato de crónica. Allí se pone en la piel de un comerciante que narra lo que sucede alrededor.

Salvando los lugares y algunas circunstancias propias de cada época, esa historia puede perfectamente describir nuestra propia experiencia con la pandemia que hoy nos fustiga. Antes, como ahora, no se conocía la cura y el mundo sufría las consecuencias de un mal desconocido sin saber muy bien qué hacer, esperando solamente que en algún momento la enfermedad remitiera y que esto sucediera mientras todavía quedara alguien con vida.

La gente permanecía separada y cada vez que se veían obligados a hablar con algún extraño, aun cuando a la distancia, siempre se ponían en la boca y sobre el traje algo que les sirviera de protección y que rechazara y mantuviera lejos el contagio. Es un fenómeno interesante comprobar que tres siglos y medio después, ante la misma tragedia, proporcionamos las mismas soluciones: aislamiento social, caminos cerrados, conteo de muertos y, claro, contracción extrema de las libertades públicas.

Cuenta Defoe que también entonces se prohibieron los espectáculos en teatros y al aire libre, la gente fue conminada a permanecer en sus casas, los médicos tomaron el poder y la gente que huía de la ciudad hacia el campo se encontraba con vallas infranqueables que impedían la circulación y el acceso a los pueblos.

2020 será recordado como el año de la peste, pero también deberíamos recordarlo como el año en que los ciudadanos del mundo libre, sin doblegarnos ante el miedo, supimos preservar las instituciones democráticas y la plenitud de los derechos civiles.


El número de víctimas fue tremendo -se estima alrededor de 100.000 personas-, infectadas con la bacteria Yersinia pestis, que rondaba por Europa desde el siglo XIV, regresando cada tanto con pavorosa crueldad. El carro de la muerte pasaba noche tras noche, casa por casa, para recoger los cadáveres. Los hogares con personas enfermas eran cerrados con sus habitantes adentro y un guardia los custodiaba para que nadie se moviera de su hogar. En la ciudad había tantas prisiones como casas cerradas, y como la gente encerrada no era culpable de otro crimen que el infortunio, el asunto se volvía más intolerable (…)”. 
 

“A menudo -dice el autor- he pensado de qué modo, en los comienzos del azote, todo el mundo se hallaba desprevenido y cómo el desorden que siguió, y que habría de cobrarse tantas víctimas, provino, en parte, del hecho de no haber tomado a tiempo las medidas necesarias, tanto en el caso de la administración pública como en el de los particulares. Que las nuevas generaciones reflexionen; les servirá de advertencia y garantía, porque de haberse adoptado las medidas necesarias, y contando con la ayuda de la Providencia, muchas de las víctimas de aquel desastre habrían podido salvarse”. 

Al ceder la epidemia, disminuyendo el número de contagios y de muertes, la gente se relajó en las prevenciones pensando que todo había pasado, peligro del cual los expertos nos vienen previniendo por estos días. “Los médicos -dice Defoe- se oponían con toda su fuerza a aquel rapto de despreocupación y publicaban instrucciones, que distribuían por la ciudad y los alrededores, aconsejando a los habitantes mantenerse prudentes y echar mano a cuanta precaución fuera posible, pese a la disminución de la enfermedad (…). Pero en vano. Aquellas audaces criaturas se hallaban tan poseídas por el júbilo, tan contentas de ver la corroboración en los registros semanales de una amplia disminución de la mortalidad, que los nuevos terrores no les hacían mella. Nada podía sacarles de la mente la idea de que la amargura de la muerte ya había pasado. Era como hablar en el desierto.

Se reabrían las tiendas, y la gente iba y venía por las calles, se ocupaba de sus cosas y conversaba con el primero que encontraba en su camino, tratárase o no de negocios, sin averiguar siquiera por su salud, sin la menor aprensión, sin temor alguno por el peligro, aunque supiese' que se trataba de alguien enfermo.

Esta conducta imprudente e irreflexiva costó la vida de muchos de los que, habiéndose antes encerrado con todo tipo de precauciones, retirados de la sociedad, habían permanecido indemnes, por tales medios y por la gracia de Dios, durante todo el rigor de la epidemia”. El año 1665 -concluyó Defoe-  no puede parangonarse con ningún otro de la historia y no siempre el coraje, ni aun el más intrépido, alcanza para sostener a un hombre en semejantes circunstancias. 

Thomas Hobbes, contemporáneo a este evento, había escrito quince años antes el Leviatán, obra fundamental de la filosofía política en la cual expone la teoría contractualista del origen del Estado y su justificación por el miedo. El hombre en la naturaleza vive en guerra permanente; allí no hay tuyo ni mío, ni justicia ni injusticia, se vive con el temor permanente a la muerte violenta. Para asegurar la paz -según Hobbes-, se constituye la sociedad política renunciando los individuos a todo derecho y a toda libertad que pueda perjudicarla.

El soberano no está sometido a las leyes y manda con poderes omnímodos sobre los súbditos que han cedido sus derechos para preservar sus vidas. En tiempos de pandemia afloran estas ideas: el miedo y la necesidad de conservación justifican la asunción, por parte del estado, de poderes extraordinarios para cuidad la salud y evadirnos de la muerte. Y estas situaciones excepcionales son campo fértil para la instauración del pensamiento único y las tentaciones autoritarias de las cuales se hace muy difícil regresar.

Pero la democracia liberal a la que los argentinos adscribimos desde 1853, supone un sistema de controles, frenos y contrapesos en el gobierno, con la finalidad de proteger la libertad y los derechos de las personas frente a los que mandan.

2020 será recordado como el año de la peste, pero también deberíamos recordarlo como el año en que los ciudadanos del mundo libre, sin doblegarnos ante el miedo, supimos preservar las instituciones democráticas y la plenitud de los derechos civiles. El precio de la libertad -dijo Jefferson- es la eterna vigilancia.  

*Abogado

Boletín de noticias