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Atar con alambre: el ADN argentino

Información General22/12/2025TribunaTribuna
ATAR CON ALAMBRE

Franco Garbarino*

En Argentina, cuando algo se rompe, rara vez se tira. Se ata con alambre. Una reja floja, una puerta que no cierra, un paragolpes que cuelga, una silla rengueando. El alambre aparece como solución rápida, ingeniosa, provisoria. No es elegante, no es definitiva, pero permite seguir. Es, en muchos sentidos, una metáfora nacional: resolver como se puede, con lo que hay, sin detener la marcha.

El problema empieza cuando ese “mientras tanto” se convierte en modo de vida. Cuando lo atado con alambre deja de ser una transición y pasa a ser estructura. Y eso, hoy, no ocurre solo con los objetos: ocurre también con nuestras relaciones personales.

Vivimos en una sociedad cansada. Cansada de crisis recurrentes, de promesas incumplidas, de cambios que nunca terminan de llegar. En ese contexto, los vínculos muchas veces se sostienen como se puede. Se estiran, se parchean, se mantienen apenas funcionales. No se rompen del todo, pero tampoco se arreglan en serio.

Relaciones atadas con alambre son aquellas donde falta tiempo, escucha, compromiso o cuidado, pero se sigue adelante por inercia. Parejas que no se separan ni se encuentran. Familias que evitan hablar de lo importante para “no armar lío”. Amistades que sobreviven a base de likes y mensajes esporádicos, sin presencia real. Vínculos laborales y sociales atravesados por la desconfianza y el sálvese quien pueda.

Como con el alambre, hay algo admirable en esta capacidad de sostener. No es menor seguir apostando al encuentro en un país donde todo parece empujar al repliegue individual. Hay resiliencia, aguante, voluntad de no soltar. Pero también hay un costo silencioso: el desgaste emocional de vivir siempre en modo emergencia.

Porque lo atado con alambre nunca termina de estar bien. Cruje, raspa, lastima. Requiere ajustes constantes. Y, sobre todo, transmite un mensaje peligroso: que eso es lo máximo a lo que podemos aspirar. Que cuidar en serio un vínculo es un lujo. Que hablar claro es arriesgado. Que pedir más es ingenuo.

Salir del alambre no implica idealizar relaciones perfectas ni negar los conflictos. Implica animarse a otra lógica: la del arreglo verdadero. Ese que lleva tiempo, que requiere herramientas mejores, que obliga a desarmar para volver a armar. El que incomoda porque exige conversación honesta, límites claros, responsabilidad afectiva.

En términos sociales, también es una invitación a reconstruir lazos más allá de lo inmediato. A recuperar la confianza en el otro, aunque cueste. A no resignarnos a vínculos descartables o meramente utilitarios. A entender que una sociedad no se sostiene solo con ingenio individual, sino con relaciones sólidas, confiables y cuidadas.

No es un llamado a convertirnos en seres perfectos, autómatas que no cometen errores. Es ir a lo cotidiano. Empezar en gestos pequeños: escuchar sin interrumpir, decir lo que pasa antes de que se pudra, pedir ayuda sin vergüenza y ofrecerla sin esperar nada a cambio. Revisar qué vínculos estamos sosteniendo por miedo y cuáles por deseo. Preguntarnos si el alambre que usamos es una solución momentánea o una excusa para no cambiar.

El alambre sirve. Nadie lo niega. Nos ha salvado muchas veces. Pero no puede ser el material con el que construimos todo. Porque una vida y una sociedad, hecha solo de parches termina siendo frágil, tensa, agotadora.

Tal vez sea hora de animarnos, al menos en algunos vínculos, a soltar el alambre y apostar por algo más firme. No porque sea fácil, sino porque es necesario.

*Abogado. MP 10--516

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