Opinión. Garganta profunda

Locales 25 de julio de 2020 Por Tribuna
“Dios me puso sobre la ciudad como a un tábano sobre un noble caballo, para picarlo y tenerlo despierto. (Platón, Apología de Sócrates, epígrafe del diario Crítica)
LOCALES- RIOS NOTA

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Carlos Ríos*


Washington. La madrugada del 17 de junio de 1972 cinco personas fueron sorprendidas cuando intentaban colocar micrófonos en la sede nacional del opositor Partido Demócrata en el edifico Watergate. Dos jóvenes periodistas del diario Washington Post, Bob Woodward y Carl Bernstein, fueron asignados para cubrir esa noticia aparentemente sin importancia. A medida que fueron ingresando en la trama del asunto, lo que en principio parecía un simple caso policial de robo derivó en el mayor escándalo de la historia política de los Estados Unidos y la renuncia del presidente republicano Richard Nixon. 

Woodward y Bernstein -precursores del periodismo de investigación-  fueron escarbando en pistas aisladas y lograron determinar que uno de los detenidos trabajaba en el Comité para la reelección de Nixon y había recibido dinero de los fondos destinados a financiar la campaña.

Publicaron algunas notas de buen impacto y al cabo de pocos meses se percataron que la historia, seguramente más escabrosa de lo que percibían, estaba empantanada. Intuían un trasfondo de graves aristas institucionales, una maniobra de espionaje ilegal a los opositores que posiblemente involucraba a encumbrados funcionarios del gobierno, pero carecían de datos concretos que les permitieran avanzar en la búsqueda de la verdad. Entonces Woodward pensó que Mark Felt, un conocido suyo, podía ayudarlo aportándole confidencias que orientaran la pesquisa. 

Felt era un agente de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) que soñaba con suceder en la dirección del organismo al todopoderoso Edgard Hoover quien, al cabo de casi cincuenta años de conducirlo, había reunido un archivo capaz de desnudar al establishment norteamericano y dejar expuestas sus miserias. Felt -heredero de esos archivos- se estaba acomodando en el escritorio del muerto cuando le llegó la desagradable novedad: Nixon había nombrado a otro en ese puesto, un hombre de confianza para controlar al FBI.

Resentido, probablemente preocupado por el destino de la policía y las acciones ilegales del poder ejecutivo, Felt aceptó colaborar con los periodistas filtrando información obtenida en la investigación oficial. Su aporte posibilitó a los periodistas establecer una conspiración gestada en el corazón de la Casa Blanca que involucraba a órganos del Estado en sus niveles más altos. Lo que la prensa mostraba no pasó desapercibido para la opinión pública y si bien Nixon ganó las elecciones ese año, el Congreso inició su propia investigación sobre el Watergate a comienzos de 1973.

“¿Cuánto sabía el presidente?”, era la pregunta que los senadores hacían a los testigos. Durante las audiencias, televisadas en vivo con enorme expectativa por parte de la población, se reveló la existencia de una prueba tan increíble como irrefutable: todas las conversaciones del presidente, desde su primer día de mandato, estaban grabadas. Nixon, un megalómano de antología, había instalado un sistema de grabación en su despacho para documentar su paso por la historia. En esas cintas estaba la evidencia de la conspiración.

Nixon resistió su entrega, pero finalmente la Suprema Corte le ordenó hacerlo. A sus votantes les disgustó el lenguaje soez y vulgar que el mandatario usaba en sus pláticas privadas y su imagen se desplomó. Las grabaciones exponían al presidente instruyendo a sus funcionarios para encubrir el escándalo, lo cual fue considerado como una maniobra para obstruir la justicia.  Nixon se percibía por encima de la ley, delinquió en el ejercicio de su cargo y el pueblo no lo toleró. Fueron los republicanos de su partido quienes formaron mayoría para la solicitud del juicio político. Al verse sin apoyo, finalmente renunció.

Los periodistas del Post siempre reconocieron el papel fundamental que Marx Felt tuvo para el desenlace del caso. No obstante, estaban obligados a mantener en secreto su identidad y ni siquiera sus esposas sabían de quién se trataba. El gobierno hubiera pagado su peso en oro por saberlo y llevarlo a la cárcel. En el diario se lo conocía como “Garganta Profunda”, apodo jocoso que alguien le puso en alusión a una película porno muy exitosa en los '70 - protagonizada por la actriz Linda Lovelace que, años más tarde, se convertiría en una activista contra el cine triple X.

El misterio iba creciendo a medida que lo hacía el affaire. y hasta se hacían apuestas sobre quién era el informante. El aire de novela de espías y el mote obsceno del personaje tras la escena, despertaban la curiosidad del público que se hizo la misma pregunta durante décadas: ¿Quién es “Garganta Profunda”? Woodward y Bernstein no lo revelarían jamás. Fue el propio Mark Felt quien lo hizo 35 años después y los periodistas se limitaron a confirmarlo. El secreto había dejado de serlo. 

Durante el gobierno de Mauricio Macri, Luis Majul y casi todos los medios, difundieron conversaciones telefónicas entre Cristina Kirchner y Oscar Parrilli, ex Director de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), en las cuales la vicepresidenta insulta a su interlocutor, a periodistas, a políticos, trata con desprecio a su propio partido y habla de apretar jueces. Como esas grabaciones estaban en expedientes judiciales y el que las filtró cometió un delito, Parrilli, actual senador, considera ilegal haberlas difundido. Acusa a Majul de ser un espía y pide que se indague entre sus mails para averiguar la identidad de su fuente. Esto no debería suceder, porque aun cuando la filtración sea ilícita, su publicación no transforma al periodista en cómplice ni lo obliga a explicar cómo la obtuvo.

El artículo 43, párrafo tercero, de la Constitución argentina prescribe que "no podrá afectarse el secreto de las fuentes de información periodística”. Es una garantía de la libertad de expresión oponible, incluso, frente a la carga legal de testificar en un juicio. La fuente se protege para que la prensa pueda recabar información de interés general que, de otra manera, no podría conseguir ante el temor del informante a la reacción de los terceros o a la represión legal. Probablemente la investigación del Post no hubiera llegado tan lejos sin la ayuda del agente federal y un hecho tan grave nunca hubiera salido a la luz.

Garganta Profunda delinquió contando cosas que tenía prohibido divulgar; Bernstein y Woodward tenían, en cambio, el deber de comunicarlas a sus lectores. La difusión de las grabaciones alertó a los norteamericanos sobre quién era realmente Nixon y su indignidad para ejercer el cargo. En Argentina, la reproducción en los medios de lo conversado entre la actual vicepresidenta y el senador permitió conocer lo que ellos, personalidades públicas con pretensiones de representar a la ciudadanía, piensan en la intimidad. Aunque el resultado de las elecciones generales demostró que para muchos -la mayoría-  ha sido irrelevante, para otros, seguramente, fue importante al tiempo de votar. 

*Abogado

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