La Enfermería

Locales 04 de julio de 2020 Por Tribuna
“Dedicaré mi vida al bienestar de las personas confiadas a mi cuidado” (Juramento de Florence Nightingale).
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Jerry Barret, Nightingale recibiendo a los heridos en Scutari. Óleo sobre lienzo, 1856

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Carlos Ríos*


Crimea es una península ubicada al norte del Mar Negro. Disputada actualmente entre Rusia y Ucrania, en 1853 fue escenario principal de un conflicto bélico extendido desde Constantinopla hasta el Cáucaso y desde Rumania hasta Jerusalén: la Guerra de Crimea, la más importante del siglo XIX.

Debió dirimirse entre rusos y turcos, pero tuvo escala global por la intervención de las potencias occidentales. La decadencia irreversible del Imperio Otomano y la política expansionista eslava desde los tiempos de Catalina la Grande, pusieron en alerta a los estados europeos: había temor a que el espacio abierto por la debilidad turca, fuera ocupado por la hegemonía rusa rompiendo el equilibrio continental europeo establecido en 1815 tras la derrota de Napoleón en la batalla de Waterloo.  

El Reino Unido, Francia y el Reino de Cerdeña cerraron filas con los turcos otomanos en contra del zar Nicolás I -muerto durante la contienda- y combatieron encarnizadamente durante tres años con un saldo de más de 700.000 muertos. Finalmente, Rusia capituló en el Tratado de París en 1856 haciendo importantes concesiones que perjudicaron su influencia en oriente durante la última mitad del siglo. 

Crimea fue la última guerra antigua en la cual todavía se combatía respetando los viejos códigos caballerescos con treguas pactadas para recoger los cadáveres. Y fue también la primera moderna, precursora en el cavado de trincheras, la cirugía de campaña y el uso de las nuevas tecnologías, como el vapor, el ferrocarril, y el telégrafo. La posibilidad de comunicar a la distancia fue, precisamente, lo que permitió la cobertura casi en tiempo real de la conflagración por los diarios de los países beligerantes y que la opinión pública se involucrara en el conflicto. Nunca antes había sucedido algo parecido.

Un artículo publicado en The Times reveló la situación desesperante de los soldados que no sólo caían por las balas, sino también -y en gran número- por las enfermedades que se esparcían dadas las pésimas condiciones sanitarias de los hospitales en el frente. Sin cirujanos, vendas ni medicinas, los hombres sabían que sus posibilidades de vivir eran escasas si eran alcanzados por el plomo enemigo o se enfermaban de cólera o alguna otra plaga.

Los heridos eran evacuados de Crimea y transportados hacinados en barcos inmundos que viajaban 500 kilómetros hasta Scutari, en Turquía. Allí ni siquiera había enfermeras para atenderlos. Esta noticia llenó de estupor al público inglés que reaccionó protestando masivamente. El gobierno acusó el cachetazo y recurrió a los servicios de una enfermera profesional, Florence Nightingale, a quien nombró superintendente de Enfermería Femenina de sus hospitales en Turquía. 

Entre los seres humanos hay algunos especialmente nobles y valientes que forman parte de la vanguardia de un ejército que minuto a minuto batalla contra un virus esquivo y mortal. 

Al desembarcar en Scutari con su equipo de mujeres especialmente seleccionadas por su fortaleza para resistir la adversidad, Nightingale se encontró con un panorama horroroso: los edificios estaban saturados de agonizantes y mutilados que llegaban en tandas sin dar tiempo a desocupar las instalaciones ya de por sí inadecuadas. No había baños, solo recipientes de madera donde los hombres con diarrea hacían sus necesidades a la vista de todos, en los mismos sitios donde yacían en el suelo mugriento. Un estado de cosas semejante favorecía la propagación de infecciones que, la mayor de las veces, llevaban a la muerte. 

Una investigación reveló que el edificio principal del sanatorio estaba construido sobre un foco séptico que contaminaba el agua potable. Florence Nightingale no pudo saberlo: los internados se infectaban por este motivo y sus probabilidades de sobrevivir a la guerra eran exiguas. Las circunstancias atroces demolieron el espíritu de las mujeres que una por una se iban rindiendo.

Pero Florence no claudicaba y pronto tuvo un nuevo equipo de reemplazo. Su acción motorizada por una voluntad de hierro y la ejemplaridad de la propia conducta, dio finalmente resultados. Orlando Figes, en su libro “Crimea, La primera gran guerra”, apunta que “reorganizó las cocinas, compró calderas nuevas, contrató lavanderas turcas y supervisó su trabajo, vigiló la limpieza de las salas y, después de trabajar veinte horas por día, hacía sus rondas nocturnas, llevando a los hombres palabras de consuelo cristiano, una actitud por la que fue conocida como la Señora de la Lámpara”. En su homenaje, el 12 de mayo, fecha de su nacimiento, se celebra el Día Internacional de la Enfermería.

Si alguien que no fuera de este mundo cayera de pronto en el planeta en medio de esta pandemia, observaría que entre los seres humanos hay algunos especialmente nobles y valientes que forman parte de la vanguardia de un ejército que minuto a minuto batalla contra un virus esquivo y mortal. Ponen su vida en riesgo y someten su salud al azar de un contagio de consecuencias previsibles.

Casos ha habido de personas que, por cumplir con sus obligaciones, cargan con la culpa -sin tener ninguna- de haber llevado el mal a sus hogares y enfermado a sus seres queridos. Podemos pensar que cualquier sociedad, de cualquier civilización debería venerar a estas mujeres y hombres que asisten al prójimo cuando está internado, desprotegido, inválido, solo en las noches eternas de un cuarto de hospital; que alivian el dolor cuando éste arrecia, que liberan al enfermo sin mostrar ninguna repulsión de los inevitables excrementos de su naturaleza animal; que son testigos del último suspiro, la última mano que, aun enguantada, los acaricia; la voz que escuchan antes de partir, lejos de los suyos, en el momento irreversible de la muerte. 
 

Y, sin embargo, no están exentos de recibir un trato miserable de los demás. La crónica periodística es generosa en la difusión de situaciones penosas para estos trabajadores en la trama caprichosa de la plaga. A diario se denuncian condiciones laborales paupérrimas, carencia de elementos de protección, exposición a riesgos innecesarios. Muchos se ven sometidos a la discriminación absurda, al trato cruel y descomedido de sus vecinos para quienes son las flechas del mal.

Se ha sabido de amenazas, intimidaciones y hasta simples sugerencias para que enfermeras y enfermeros abandonen los edificios donde viven y se alejen de los barrios que habitan. Buena parte de la sociedad reacciona avergonzada y les brinda un caluroso aplauso en desagravio. Pero la ignominia colectiva no se reivindica batiendo palmas. Es poco reconocimiento, muy poco, para quienes son nuestra esperanza y consuelo cuando estamos desahuciados. 

*Abogado

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