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Los abogados

“(...) que ningún bachiller en leyes pase a estas tierras, so una gran pena, porque no ha pasado ninguno que no sea diablo, y tenga 90 vida de diablos, y no solamente ellos son malos, sino que hacen y tienen forma para que haya pleitos y maldades (...)””. (Vasco Núñez de Balboa, Carta al rey Fernando, 20 de enero de 1513)

Locales20/06/2020 Tribuna
LOCALES Pintura 1
“Asesinato de Quiroga”, de Pedro Figari (1923), óleo sobre cartón expuesto en el Museo Figari

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Carlos Ríos*


Barranca Yaco es un paraje enmarcado en la geografía subyugante del norte cordobés. Está muy cerca de Sinsacate, cuya posta, a la vera del camino real, era un punto de enlace muy importante en la época colonial y en la que siguió a la declaración de la independencia. Allí, en un paisaje serrano cortado por talas, espinillos, chañares y algarrobos, Facundo Quiroga cayó asesinado el 16 de febrero de 1835. Fue emboscado por Santos Pérez y su partida cuando volvía de una misión en el norte del país. Nadie de la comitiva que acompañaba al general riojano salió vivo. Ni siquiera un niño postillón que llamaba a su mamita.

El crimen, al margen de sus implicancias políticas, ganó fama de aleve y atroz. En Córdoba mandaban los cuatro hermanos Reinafé quienes fueron acusados el crimen. Su castigo se había convertido en un emblema federal que el gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, agitaba como bandera política. Culpaba a los Reinafé y a los unitarios. Los miembros del clan y Santos Pérez pretendieron escapar cada uno por su lado.

Tarde o temprano fueron capturados para ser juzgados por el mismo Rosas que tenía la suma del poder público. Notables abogados asumieron la defensa de los reos. El Dr. Marcelo Gamboa era ya, por entonces, un reconocido letrado del foro porteño que aceptó defender a dos de los hermanos. No ahorró coraje ni recursos en el ejercicio de su ministerio. Desplegó sus dotes de exquisito jurista en un escrito que quiso publicar en la prensa, posiblemente, para atenuar el clamor popular de condena.

La petición exasperó a Rosas: “Sólo un unitario tan desgraciado como bribón pudo concebir la idea de publicar en forma aislada la defensa de los feroces ejecutores de una mortandad sin ejemplo en la historia del mundo civilizado”. La incidencia fue resuelta, pues, no sólo prohibiendo esa publicación, sino sancionando al letrado, entre otros castigos, a no ejercer la profesión de abogado, ni hacer escrito por más simple e inocente que sea, so pena de ser paseado por las calles en un burro celeste o de ser fusilado si trataba de fugar del país. “La crueldad -dice Cárcano-, está mezclada con la burla, el vejamen con la risa, brota el sarcasmo como expresión de la suma del poder”.

Desde que empecé a escribir estos artículos para acompañar la cuarentena, me propuse evitar, en lo posible la alusión a cuestiones profesionales de la abogacía. Algunos colegas me insistían en la necesidad de hacerlo, pero pensaba que no era justo utilizar esta página que tan generosamente me ofrece TRIBUNA con la finalidad de pensar la pandemia, para exponer vicisitudes del sector al que pertenezco, aun cuando ese sector no sufre menos angustias que el resto. La lectura de la columna publicada el sábado pasado por Alberto Vilariño (Una mirada sobre la Justicia) me ha hecho cambiar de opinión, por lo menos, para hacer un mínimo aporte a sus justas reflexiones. 

El abogado -dice Vilariño- sobra. Desde el Poder Judicial se lo mira como a un sujeto accesorio, prescindible, a veces molesto y fungible. No se repara en que su actividad asegura la garantía del debido proceso del artículo 18 de la Constitución Nacional, sin la cual, hasta los jueces estarían de más. 

Vilariño es un prestigioso y experimentado abogado cuya trayectoria profesional tiene una mano en la vieja máquina de escribir y la otra en la moderna computadora. Hombre culto, cree en la formación humanística, en el arte de argumentar con estilo para enseñar, deleitar y persuadir; cree, en fin, como Cicerón, en la palabra que, durante siglos, ha sido la única herramienta de la que se han valido los abogados para ejercer su oficio. Se lamenta de que hoy los escritos deban presentarse en formularios preestablecidos que restan creatividad y cercenan toda posibilidad de estética y sensibilidad. Detrás de la queja del autor, no es difícil ver la tristeza del que mira impotente cómo los fundamentos de una vocación se diluyen con la transformación de los tiempos. ¿Cómo se ejercerá en el futuro? Difícil saberlo y posiblemente haya que prepararse para una nueva normalidad de juicios con jueces sin rostro, voces que suenan a través de un barbijo y plantillas de múltiples opciones. 

Vilariño ha reflexionado, con mucha sensatez, acerca del rol que los abogados deben tener en el sistema de administración de justicia y el que, efectivamente, ese sistema les asigna. Se instala la sensación -dice- de que el abogado sobra en el altar de la Justicia, sin advertirse que, sin aquél, “los tribunales carecerían de función en el delicado clamor de ser justos”. La observación es exacta. 

En medio de la pandemia, el Tribunal Superior de Córdoba sostuvo que la administración de justicia estaba garantizada. Aludía a que los magistrados seguían trabajando con diversas modalidades. Pero los abogados no podían movilizarse, estaban retenidos en sus hogares por las disposiciones relativas al aislamiento sin tener la posibilidad de asistir, de manera eficaz, a quien necesitara defenderse por acciones arbitrarias del Estado. Las personas arrestadas y a las cuales se les secuestraron sus vehículos por violación a la cuarentena, no pudieron contar con la más elemental asistencia de un defensor; quedaban a la deriva y a merced de la buena voluntad del funcionario que le tocara en suerte. La emergencia todo lo justifica. El abogado -dice Vilariño- sobra. Desde el Poder Judicial se lo mira como a un sujeto accesorio, prescindible, a veces molesto y fungible. No se repara en que su actividad asegura la garantía del debido proceso del artículo 18 de la Constitución Nacional, sin la cual, hasta los jueces estarían de más. 

Los días que se avecinan requieren de una abogacía comprometida. Lo sucedido con la intervención de la empresa Vicentín y el consecuente proyecto de expropiación, es una advertencia sobre lo que puede pasarle a cualquiera si los ciudadanos quedan inermes frente al abuso del poder. La defensa de la libertad y el derecho, la lucha contra la arbitrariedad, en suma, el ser abogado, puede ser incómodo y riesgoso en el futuro. Lo supo el Dr. Gamboa tras ser condenado a no practicar más su oficio, bajo pena de ser paseado en un burro celeste o fusilado si trataba de fugar. 

*Abogado

TribunalesOpinión. Una mirada sobre la Justicia

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