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“¿Qué son los reinos sin justicia sino enormes bandas de ladrones?”. (Agustín de Hipona, La ciudad de Dios))
Locales01/08/2020 Tribuna
Carlos Ríos*
El general Juan Domingo Perón asumió la presidencia de la Nación en junio de 1946. El resultado de las elecciones de febrero de ese año le había dado una amplia mayoría de 108 a 43 representantes en la Cámara de Diputados y el triunfo en las provincias lo proveyó de un Senado unánime.
Perón, admirador confeso de Benito Mussolini, no creía que todo ese poder concentrado en su partido fuera suficiente. Faltaba el Poder Judicial. Para ser totalitario hay que serlo en serio y un militar acostumbrado a un régimen donde uno manda y el resto obedece sin chistar, no podía consentir la existencia de instituciones independientes que pudieran desafiar su autoridad. Los magistrados tienen la facultad de declarar la inconstitucionalidad de las leyes y eso, por sí solo, puede bloquear una acción de gobierno si se considera que la misma es contraria a la Constitución.
Debido a la estabilidad en el cargo y a su origen no electivo, los jueces ni llegaban ni se iban con Perón y la nueva administración estaba obligada a convivir con ellos con el riesgo de que su actividad gubernamental encontrara obstáculos en los tribunales. En su primer discurso ante la Asamblea Legislativa Perón expresó su opinión sobre el asunto: "Pongo el espíritu de la Justicia por encima del Poder Judicial. La Justicia, además de independiente, debe ser eficaz. Pero no puede ser eficaz si sus conceptos no marchan a compás del sentimiento público". Trascartón ordenó a sus diputados iniciar el proceso para desmantelar la Corte.
Perón no quería aparecer como un dictador vulgar echando jueces a patadas, por lo que este trámite debía hacerse mediante el juicio político que contempla la Constitución. Con mayoría irrefutable en el Congreso, no tenía necesidad de usar otros métodos más cuestionables. De tal suerte, a solo un mes de instalado el nuevo gobierno, el diputado Rodolfo Decker presentó ante la Cámara de Diputados el pedido de juicio político a cuatro de los cinco miembros de la Corte y su procurador: Roberto Repetto, Antonio Sagarna, Francisco Ramos Mejía, Benito Nazar Anchorena, y el fiscal Juan Alvarez. Se salvó del embate el ministro Tomás Casares, un católico militante peronista, nombrado poco tiempo antes por el presidente de facto Edelmiro J. Farrell.
No había entonces, como ahora, corruptos procesados que proteger. El gobierno recién asumía y lo que se pretendía era tener todos los resortes institucionales dominados con miras a la acción futura. Los colegios de abogados, asociaciones de juristas, las universidades y la prensa independiente hicieron oír sus voces denunciando el atropello.
Para contrarrestar la reacción, la Comisión acusadora necesitaba un aval de prestigio y el diputado Visca fue a buscarlo en la opinión de un constitucionalista notable, Carlos Sánchez Viamonte, de filiación socialista. Como éste había censurado en una oportunidad la actuación de la Corte enjuiciada, se pensaba que daría un espaldarazo al proceso de destitución. Al contrario, respondió con una cachetada: “Opino que es siempre una inmoralidad castigar a quienes se consideran encubridores dejando en la impunidad a los delincuentes y prefiero no calificar a quienes abominan del delito y son, al mismo tiempo, sus usufructuarios”.
Las acusaciones contra la Corte eran tan ridículas como contradictorias. La más importante consistía en reprocharle al Tribunal haber legitimado los regímenes de facto nacidos con los golpes de estado de 1930 y 1943. Perón había formado parte de ambas conspiraciones militares y todo su poder fue construido a partir de su actuación pública descollante después de 1943. El peronismo es hijo de esa revolución. Por lo tanto, el mismo reproche que a los jueces cabía hacerle -y con mayor razón- al General sedicioso que había participado activamente en esos motines para derrocar los poderes constituidos. Claramente esta contradicción era un argumento poderoso que un buen defensor podía esgrimir con éxito ante la opinión pública del país, desnudando la tropelía que se estaba cometiendo.
El resultado de las últimas elecciones ha provocado una situación inédita -fruto de nuestra decadencia moral- en la cual los imputados están hoy en cargos en los que pueden influir decisivamente sobre sus causas.
El presidente de la Corte, Antonio Sagarna, eligió para su defensa a uno de los políticos más prestigiosos de nuestra historia: Alfredo L. Palacios, un abogado del pueblo lejos de la oligarquía fustigada por el peronismo. Tenía entre sus títulos el haber sido el primer diputado socialista, elegido por el distrito de La Boca en las elecciones uninominales de 1904. Palacios era un orador vibrante capaz de conmover con sus palabras la más sólida acusación. Los legisladores que estaban al frente del proceso advirtieron el peligro y se apresuraron a modificar el procedimiento ante el Senado para impedir alegaciones orales. La defensa debía hacerse por escrito y sería leída por el secretario del cuerpo. Con esta artimaña y un cúmulo de arbitrariedades, todo esfuerzo fue inocuo. El 30 de abril de 1947 los acusados fueron destituidos. Sólo se salvó Roberto Repetto que había renunciado un mes antes de la asunción de Perón.
Como si el tiempo no trascurriera o, para peor, atrapados en un presente eterno de 70 años, el gobierno de los Fernández persigue, con otros métodos, los mismos objetivos. En el medio de una pandemia como no tiene memoria ningún hombre vivo sobre la tierra, cuando arrecian los contagios, se propaga la muerte por todo el territorio argentino y la mayoría de la población se encuentra restringida en su libertad de locomoción, el gobierno lanza su plan de reforma judicial y nombra por decreto una comisión para reformar la Corte con la única finalidad de desactivar las causas en contra de Cristina Fernández por corrupción. Porque temiendo que las causas avancen y terminen en condenas, controlar la Corte y convertirla en un tribunal de última instancia, es tener la llave que asegura la impunidad. La comisión, nombrada a gusto del Presidente, se integra con el abogado defensor de Cristina en esas causas quien, obviamente no podría formar parte de ella dado su manifiesto interés en el asunto.
El resultado de las últimas elecciones ha provocado una situación inédita -fruto de nuestra decadencia moral- en la cual los imputados están hoy en cargos en los que pueden influir decisivamente sobre sus causas. Hasta los testigos que los han delatado dependen hoy de su protección y aunque la prueba que sostiene las acusaciones es de una contundencia extraordinaria, buscan evitar que los procesos sigan adelante y que la ciudadanía pueda conocer la verdad.
Los estados sin justicia -advierte San Agustín- son como bandas de ladrones. “Una banda -dice- es también una cuadrilla de hombres, se rige por el mando de un jefe, se cohesiona mediante un pacto de asociación, el botín se reparte según la proporción convenida. Si esta calamidad crece por la adición de hombres perdidos hasta el punto de poseer territorios, establecer asentamientos, ocupar ciudades, someter naciones, se apropia más abiertamente del nombre de reino, que ya de forma manifiesta le confiere no la eliminación de la ambición, sino la legitimación de la impunidad”.
*Abogado
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