El desierto de los salvajes

Locales 18 de julio de 2020 Por Tribuna
“El que me niega la protección de las leyes me destierra entre los salvajes del desierto y pone en mis manos la maza con que debo defenderme”. (Heinrich von Kleist, Miguel Kohlhaas)
Pintura
Retrato del poeta Kleist (1939), de Andrè Masson

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Carlos Ríos*


El camión salió de Sachayoj con su carga de maíz rumbo al puerto, cruzó a lo largo casi toda la provincia de Santiago del Estero y se acercaba al límite con Santa Fe cuando una rotura en el sistema de transmisión obligó al camionero a detenerse en la banquina. A duras penas pudo estacionar. Era sábado. Llamó a  su jefe para contarle la mala noticia y se dispuso a esperar un auxilio mecánico que nunca llegó. Para el lunes, el hombre había sido vencido por el cansancio, el hambre y la sed. Intentó buscar alimento y bebidas en los pueblos vecinos, pero no lo dejaron entrar.

Hambriento y desahuciado, el chofer pidió permiso a su empleador para irse del lugar. Abandonó, pues, el vehículo y su contenido, no sin antes poner a resguardo las baterías en el interior de la cabina. La crónica no especifica cómo salió el camionero de allí ni adónde terminó, pero lo cierto es que horas después el dueño del camión, Jonathan Precer que vive en la provincia de Santa Fe, salió acompañado de un mecánico rumbo al kilómetro 429 de la ruta nacional 34 donde se había producido la avería. Su idea era reparar el rodado allí mismo y ponerlo en funcionamiento para sacarlo del lugar. A esa altura ya había oído algunos testimonios de que su propiedad estaba siendo atacada. Si no actuaba prontamente corría el riesgo de perderla. 

A las dos de la tarde del martes, Jonathan y el mecánico llegaron al puesto limítrofe a unos 25 kilómetros del lugar destino. Allí existe un retén policial entre las ciudades de Ceres y Selva. Naturalmente, fueron obligados a detenerse y sometidos al interrogatorio de rutina.

Las razones por las cuales estos hombres necesitaban movilizarse por la ruta no convencieron a los agentes quienes entendieron que debían obtener autorización del Comité de Crisis. Ordenaron a los viajeros que se detuvieran a un costado y aguardaran hasta nuevo aviso. Como es de rigor en estos casos, nadie se preocupó por mantenerlos informados.

Transcurrieron las horas sin novedades en una interminable y absurda espera. A eso de las diez de la noche el tránsito se detuvo. Finalmente, se les comunicó que las altas autoridades del Comité negaban el paso. Los 25 kilómetros entre el puesto y el camión no podían transitarse. Los motivos de Jonathan eran fútiles para la autoridad, un insignificante contratiempo comparado con la labor heroica del gobierno santiagueño en su empeño diario de salvar vidas.

Un vehículo roto a la vera de la ruta, atacado por vándalos y ladrones, aunque sea el único medio de vida de un individuo y su familia, no debe concitar la atención de las autoridades cuando éstas se encuentran abocadas a tareas más sublimes, como garantizar la cuarentena o perseguir a los que la violan. El hombre protestó primero y suplicó después hasta bordear la humillación. No hubo forma de obtener la venia. Jonathan Precer pensó entonces en ingresar por otro lado. Claro que esta alternativa implicaba recorrer doscientos kilómetros extras. Digamos que este ciudadano abrigaba la esperanza de que alguien razonable lo escuchara y obtuviera un permiso para salvar su camión.

También aquí se topó con guardianes tan inflexibles como los anteriores. Todas las puertas estaban cerradas porque el derecho a transitar del artículo 14 de la Constitución hace cuatro meses que ha desaparecido del catálogo de libertades que el gobierno debe garantizar. 

En 1808 el escritor alemán Heinrich von Kleist publicó una novela cuyo argumento es la historia de una injusticia y el remedio violento que un individuo encuentra para ella. Miguel Kohlhaas, su héroe, es un comerciante de caballos honesto, pacífico, temeroso de Dios, respetuoso de las leyes y de la autoridad. Vive en el siglo XVI, en Sajonia, donde trascurre la trama. Ha sido despojado arbitrariamente de su propiedad y un criado suyo molido a palos sin motivo por un noble. Recurre a los tribunales pidiendo justicia. Los jueces se la niegan: el demandado es poderoso, influyente y no hay nada que hacer contra eso.

Todas las puertas estaban cerradas porque el derecho a transitar del artículo 14 de la Constitución hace cuatro meses que ha desaparecido del catálogo de libertades que el gobierno debe garantizar. 

Su abogado, miedoso, le sugiere dejar el caso. Quiere llegar con su queja hasta el soberano y en el intento matan a su esposa. Herido, reacciona con furia, impulsado por un obsceno deseo de venganza y acomete contra el castillo de su victimario a quien convierte en víctima quemando su finca. El caballero huye y Kohlhaas lo persigue sin descanso, armando un ejército cada vez mayor con los campesinos sometidos. Asuela ciudades y las incendia, siembra la muerte por donde pasa.

El dolor, el ultraje a su dignidad, la lesión irredenta de su derecho lo moviliza: “¡más vale ser perro que ser hombre y verse pisoteado!” -grita-. Finalmente, el hombre depone su acción cuando consigue su objetivo: su enemigo debe reparar el daño y purgar dos años de prisión, pero Kohlhaas es condenado a muerte. Según confiesa, así quedan satisfechos sus más altos deseos en este mundo.

El relato de Kleist postula que las personas tenemos derechos cuyo reconocimiento por las leyes, por sí solo, no sirve de mucho. Para hacerlos valer existen las acciones que deben promoverse ante los tribunales. Cuando éstos abdican de la condición que los justifica -la imparcialidad- y se mueven por venalidad, prebendas o temor al príncipe, entonces cada uno lucha por lo suyo como puede. La violencia sustituye a la razón, se desata la guerra y el hombre, en palabras de Hobbes, es lobo del hombre.

Otra leyenda cuenta que Federico II de Prusia, “El Grande”, estaba molesto porque el Palacio de Sanssouci, su residencia de verano en Postdam, tenía como vecino un molino que, según algunos, le contaminaba la vista y, según otros, hacía demasiado ruido con sus aspas. Federico ordenó, sin más trámite, su demolición. El molinero se opuso: “todavía hay jueces en Berlín” -dijo-. Y se fue corriendo a buscarlos. Ganó el pleito y el viejo molino quedó en pie. 

¿Pero habrá jueces en Santiago del Estero? Para averiguarlo, Jonathan Precer debería buscar un abogado con matrícula en esa jurisdicción y viajar a presentar su reclamo. Imposible: volvería a encontrarse con el mismo retén y no podría pasar. Los agentes le recordarían que sólo el señor feudal Gerardo Zamora tiene el poder para levantar las barreras. Sin abogados que lo atiendan, sin tribunales que lo escuchen y sin policía que lo proteja, este hombre bien podría sentirse como Miguel Kohlhaas: arrojado al desierto entre los salvajes, pero sin la maza para defenderse. 

*Abogado

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