Los bomberos

Locales 06 de junio de 2020 Por Tribuna
“La voz de Dios ha resonado espetando sus terribles sentencias de peste y fuego”. (Daniel Defoe, Relato histórico del gran incendio de Londres de 1666)
LOCALES Pintura
“El gran incendio de Londres” (autor desconocido)

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Carlos Ríos*

Apenas acababa de extinguirse la epidemia de peste en Londres, apenas si sus habitantes habían comenzado a regresar a sus hogares, cuando un incendio espantoso estalló en la ciudad haciendo tales estragos, que parecía como si hubiese recibido el encargo de devorar todo lo que se encontrase a su paso. Corría el año 1666. Daniel Defoe narra en clave periodística el episodio en un relato exquisito y lleno de suspenso.

Un viento del este atiza las llamas iniciadas en el horno de un panadero de Pudding Lane y las esparce por todas partes sin control; penetra furiosamente en los hogares, irrumpe en las habitaciones, sube con rapidez a los tejados y transforma las construcciones sólidas en montañas de cenizas. Ni las iglesias más portentosas consiguen mantenerse en pie. Los londinenses trabajan desesperadamente para detener el fuego y si en algunos casos consiguen contenerlo, inmediatamente “reúne sus fuerzas y en seguida reemprende majestuosamente su carrera: salta, brinca, arremete furiosamente contra sus adversarios, arranca las armas de sus manos, retuerce los depósitos y bombas de agua y los reduce a chatarras. ¡Contemplad la noche! ¡Las gentes están arrodilladas suplicando al Señor con lágrimas en los ojos e intercediendo por Londres en este aciago día! Pero nada puede hacerse para revocar la fatal sentencia: el fuego ha recibido la misión de destruir la ciudad y todos los esfuerzos para impedirlo son vanos”. La suerte está echada: Londres ha de sucumbir. ¿Quién podría salvarla en este momento? 

Un sentimiento parecido, tuvieron los habitantes de Río Tercero la seca y calurosa mañana del 3 de noviembre de 1995 cuando, antes de que el reloj diera las nueve, un estampido proveniente de la Fábrica Militar conmovió a la población todavía adormecida. Sonó la sirena de los bomberos, una institución icónica, prestigiosa y ejemplar a cuyo resguardo la comunidad siempre se supo protegida. Dos autobombas fueron despachadas al lugar del siniestro. Al llegar, los equipos se encontraron con una situación caótica, desbordada y una serie de nuevas explosiones sucedió sin solución de continuidad. Entonces, los ciudadanos se sintieron perdidos: si los infalibles bomberos estaban allí y las detonaciones no cesaban, no había fuerza en el mundo capaz de evitar el desastre.

Bomberos y bomberas obran movidos por un nervio caprichoso y quijotesco que los induce a librar batallas colosales enfrentando a oponentes poderosos de los cuales ninguna piedad pueden esperar. En cada salida ponen en riesgo sus vidas, la felicidad y el futuro de los suyos.

La Fábrica Militar, industria emblemática que dio sustento a tres generaciones, artífice del progreso y el crecimiento de la ciudad, se volvió contra ella como un volcán indómito, escupiendo hierros retorcidos, bombas y esquirlas por doquier. Los proyectiles caían en las calles mientras la gente huía abandonando sus casas y pertenencias sin saber si algún día podía regresar. Los pueblos vecinos se convirtieron en amigables refugios para cubrir el desamparo. Siete personas murieron y muchas otras heridas incorporaron en sus cuerpos los estigmas de esa mañana de horror, del tercer atentado, como lo han llamado Fernando Colautti y Carlos Paillet, estableciendo una relación lineal entre el hecho local con los actos terroristas que volaron la Embajada de Israel y la sede de la AMIA en Buenos Aires.

Dos años después, la desgracia volvió a golpear a quienes todavía no lograban recuperarse de la tragedia: un supermercado ardió quemando un paseo de compras y cobrándose seis vidas. La ciudad volvió a enlutarse y las personas comprobaron la fragilidad de la existencia colectiva con el testimonio de su cruda experiencia: cualquier cataclismo podría borrarla. Durante horas los bomberos voluntarios lucharon con idoneidad, coraje y altruismo, combatiendo una hoguera criminal custodiada por un humo denso y abrasador. 

Bomberos y bomberas obran movidos por un nervio caprichoso y quijotesco que los induce a librar batallas colosales enfrentando a oponentes poderosos de los cuales ninguna piedad pueden esperar. En cada salida ponen en riesgo sus vidas, la felicidad y el futuro de los suyos. En el infierno de los bosques encendidos, en los ríos furiosos, en los accidentes de tránsito, en las catástrofes más insólitas, están ellos, desafiando a la muerte para alejarla de los demás.

Cada rescate, cada empresa, es una historia singular, la mayoría de las veces desconocida por la sociedad a la que benefician con su arrojo. El hombre que en el medio de la tormenta es arrastrado por la corriente y encuentra la mano fuerte del bombero que lo saca del agua, sabe que su salvador no espera nada a cambio, ni siquiera que se lo agradezca: haber alimentado su vocación con un acto digno de su oficio es su única y, probablemente, mejor recompensa. 

En ocasiones los bomberos son derrotados. En 2014 nueve efectivos murieron tratando de sofocar un terrible incendio en Barracas. Entre ellos se encontraba Anahí Garnica, la primera mujer bombera de la Policía Federal Argentina. Las crónicas periodísticas dan cuenta de los que  caen a diario en cualquier parte del planeta.

Ariel Gastón Vázquez y Maximiliano Firma Paz eran bomberos. El martes 2 de junio de 2020, por la tarde, fueron llamados a sofocar un incendio en un local de perfumería en el barrio porteño de Villa Crespo, en plena pandemia y en el Día Nacional del Bombero Voluntario. Nada extraordinario, un fuego normal, comparado con otros. Las dotaciones llegaron al lugar sin sospechar que el enemigo al que tantas veces habían vencido tenía planeada una emboscada. Mostrándose débil y humoso al principio, permitió que los hombres se arrimaran lo suficiente relajando sus defensas naturales y, cuando los tuvo a tiro, sacudió el edificio con una explosión inesperada que los entregó a la muerte; esa misma muerte que en cientos de misiones anteriores habían burlado.

La noticia opacó, por un momento, la cobertura de la epidemia. Los medios se hicieron eco de lo acontecido y dedicaron algunas columnas a destacar aspectos de la vida personal y profesional de los fallecidos que pronto serán olvidados. Pero una nación que encumbra a los mediocres y es incapaz de identificar a los imprescindibles, no tiene chances de aspirar a un porvenir venturoso. La ruina que deviene después de un incendio o una pandemia no borra el pasado, aunque ofrece una oportunidad para cambiar el futuro. 

*Abogado 

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