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La obsesión en la vida amorosa (III)

Opinión por Marco Balzarini, psicólogo MP 9044

Locales03/07/2021 Tribuna
OPINION Amorosa

Cómo vive un sujeto obsesivo en la vida amorosa? Esta es la pregunta que me dirige hoy, en esta segunda nota sobre la obsesión en la vida amorosa.

La clínica de la neurosis evidencia siempre la paradoja a la que sucumbe el deseo por obra de la represión. El deseo tiene una particular facilidad para escabullirse, que hace que el neurótico lo persiga permanentemente para saber algo en relación con él. El asunto es que el sujeto en la neurosis rechaza el deseo. Pero, en la neurosis obsesiva hay algo particular.

 En la obsesión hay una profunda antinomia entre pensamiento y acción. El sujeto obsesivo prefiere quedarse, mayoritariamente, en el pensamiento y desestima pasar a la acción. Entonces, tenemos obsesivos en el consultorio que se debaten entre la soledad o la libertad, entre varias mujeres o una mujer, entre los amigos o la familia.

Como decía, la neurosis hace que el deseo sea sometido a un juicio de pensamiento. Un sujeto puede encontrarse impedido de hacer un acto, suspendiendo ese acto por el pensamiento hasta llegar a la obsesión. Esto trae como consecuencia un estilo inhibitorio, de aplazamiento, que es susceptible de quebrarse, bruscamente, bajo el modo de la prisa, en una precipitación para actuar. Es así que mientras la neurosis hace que el sujeto espere saber qué quiere antes de actuar, el deseo en el obsesivo impera hacia la acción sin saber qué desea. Por Freud se conoce este vaivén de la inhibición a la prisa, de la procrastinación hacia la urgencia, como neurosis obsesiva.  

Mónica Torres, en uno de los hermosos cuadernos del Instituto Clínico de Buenos Aires titulado “La clínica de las neurosis”, afirma que el obsesivo es como si jugara su batalla en la arena con el Otro, pero está observando al mismo tiempo esa escena desde el palco. Es decir, tiene este doble papel, está desdoblado, es participante de la escena y al mismo tiempo observador de sí mismo. Se observa desde un lugar, el lugar del ideal del yo, como si estuviera en un palco. Las mujeres quieren arrancarlo del palco, arrancarlo del lugar desde donde es mirado por el ideal del yo, porque no les gusta que se esté mirando desde allí, prefieren que esté aquí abajo, en la acción, no allá en el palco como si fuera un tercero que razona la escena y deja, en la arena, a la mujer como una loca.

Al obsesivo le cuesta el registro del Otro. Podemos comparar con la neurosis histérica.Un sujeto en la histeria va a llegar al consultorio quejándose, porque su problema es que su deseo sea el deseo del Otro.Pero, en la obsesión, el registro del Otro está menos porque predomina el propio pensamiento, está más con sus propios deseos, sus propios intereses, su ensimismamiento, su retracción,  su propia acción, su autoerotismo. A veces, llegan diciendo “soy egoísta”, “decido siempre solo”, “estoy solo”. Efectivamente.

Como señaló Jacques-Alain Miller, en una conferencia reunida en una de tres conferencias agrupadas en un librito que se titula “De mujeres y semblantes”, el hombre quiere tener familia para tener siempre a mano con qué satisfacer su pulsión sexual, pulsión que deviene de Eros, pulsión de vida, que busca unir, y no separar. Pero, eso no vale para las mujeres. Lo que Freud pone del lado de las mujeres es el deseo de la mujer de quedar junto a su producto, el pequeño al que dio la vida. Así, la mujer toma al hombre por añadidura, para que los proteja y los alimente a ambos. Entonces, desde la perspectiva de Freud, el origen de la familia es el rechazo, por ambas partes, de la separación. En el hombre el rechazo de separarse de una mujer. Y en la mujer el rechazo de alejarse de esa parte de ella misma que ha sido separada de ella, su niño.

El hombre obsesivo se defiende de esta forma inicial del amor, pues resulta muy fastidiosa la dependencia con respecto a un objeto de amor, a un objeto sexual, a un objeto en particular. Es por eso que se lanza a la filantropía: es más cómodo amar a todo el mundo que amar a una sola. Y aquí el problema obsesivo. El amor universal, el amor a todo el mundo, hace perder la atención por una cosa, el hombre que ama a todas las cosas hace perder el amor por una mujer, la que tiene a su lado. El amor universal en la obsesión se convierte, entonces, en una injusticia hacia el objeto erótico. Esto tiene como consecuencia que amor y erotismo vayan, así, por sendas opuestas. En esta división se instala la comedia de los sexos. 

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